EL PESCADOR Y SU PARAÍSO (15/06/2022)

Nos dirigimos al interior. A unos treinta kilómetros de Oludeniz se encuentra el cañón de Saklikent, vamos en busca de fresquito y de tranquilidad, pero el escenario que nos encontramos a nuestra llegada no tiene nada que envidiar al que dejamos.

La cola de gente para entrar a ver este espectáculo natural es infinita, decenas de autobuses se agolpan junto a la entrada descargando una masa de gente, desde luego tranquilo no es, y en lo que se refiere a temperaturas, no bajamos de los 40º C, parece que poco éxito tiene nuevo destino.

Buscamos una sombra que por suerte encontramos un poco alejados del gentío y preparamos algo de comer, pero nuestra idea de comer bajo uno de estos chopos se va al traste cuando una banda de perros se acerca a toda velocidad hacia nosotros para devorar nuestros manjares. ¡Pues vaya desastre!

Optamos por comer dentro de La Española, aunque un poco cocidos, al menos a solas.

Al atardecer, cruzamos al lecho del rio, nos asomamos y está todo despejado, ya no quedan autobuses ni gente y disfrutamos de un magnífico atardecer en lugar de película.

           

Por la mañana nos pegamos un buen madrugón con el fin poder entrar a la zona de pago a solas y por suerte lo conseguimos.

Nos reciben unos acantilados de vértigo y a través de una pasarela llegamos al lecho del río que está bravo.

  • Darling, ¿en serio que tenemos que cruzarlo?
  • Sí, no hay otra –me dice Jose.

Agarrada a una cuerda que han instalado de punta a punta del cañón para evitar que el río nos arrastre, conseguimos cruzar.

Comenzamos una caminata preciosa por el lecho y con ayuda de unos bastones disfrutamos como niños de este dramático paisaje que nos tiene con el cuello torcido hacia arriba constantemente, pero sin descuidarnos, porque conforme avanzamos las aguas bajan un tanto enlodadas y no vemos por donde pisamos.

                                 

La belleza del lugar es una auténtica maravilla y no hay ni un alma que perturbe nuestro paseo. Como vamos a paso de tortuga haciendo fotos y disfrutando de estas formaciones tan peculiares, vemos que se acerca un pequeño grupo de gente.

Cuando están a nuestra altura, vemos que son las francesas con sus niños.

  • ¡Hola amigas!

Llevan un guía que las acompaña y que minutos antes nosotros habíamos rechazado porque queríamos explorar el lugar por nuestra cuenta, pero esto tiene truco, ya que si no llevas guía, llega un momento en que otro señor instalado en una silleta te corta el paso si no llevas acompañante.

La francesas nos invitan a ir con su guía y accedemos, eso sí, lleva velocidad de crucero, vamos a ver si no me parto aquí una pierna.

La ruta cada vez se va poniendo más complicada y el nivel del agua y de rápidos va aumentado por instantes. Cada dos por tres, el chico nos sirve de escalera, o de apoyo para no acabar arrastrados por la corriente. Hacemos un pequeño descanso para llenarnos todos de lodo y juguetear con los pequeños. Al poco de reanudar la marcha, la situación de complica y el guía nos aconseja que hay que dar la vuelta, pero segundos después, nos dice que vamos a continuar, pero que no debemos comentarlo con nadie.

                             

Pues, no sé yo, vamos con dos niños y con una torpe, bueno, como nadie dice ni pio, continuamos, yo con un nudo en la garganta, ¿a ver dónde nos va a meter este? Para colmo ni Jose ni yo llevamos casco, porque el resto si lo lleva.

Quince minutos después, y viendo que le vamos a reventar una pierna, porque mi peso sobre su rodilla, no debe de ser nada agradable, nos dice que hay que dar la vuelta. Pues vale, pegas ponemos pocas y por su puesto volver nosotros solos ni de coña, ya hemos tenido suficiente dosis de adrenalina y diversión.

Cuando ya hemos pasado las zonas de riesgo, comentamos a nuestras amigas que queremos compartir con ellas el coste del guía, pero insisten en que no, a lo que nosotros insistimos en que sí.

El fallo es que nunca preguntaron el precio, ¡errorrrr! Nos quiere cobrar treinta euros por persona ¡¿Cómo?!

Lo cierto es que nosotros sólo hemos hecho un pequeño trayecto, y aunque el chico se lo ha currado, nos está metiendo una clavada descomunal. Como queremos hacer la vuelta con calma y almorzar en un lugar  al que le echamos el ojo, nos dicen que ya se encargan ellas de pagar, que no nos preocupemos. Accedemos pero con la condición de darles luego nuestra parte.

Una hora más tarde, en una zona de baño volvemos a coincidir con ellas y nos comentan que ya le han pagado por todo el grupo sesenta euros, que si queremos le demos una propina. Encima de una roca, el muchacho nos mira con cara de pocos amigos y al vernos se acerca para pedirnos otros sesenta euros. No llevamos ese dinero encima, pero aunque le lleváramos, nos parece abusivo, con lo que le damos lo que llevamos que son unos quince euros que como propina no está nada mal. Este llama a un colega todo cachas, ¡vaya!, la situación se pone tensa pero insistimos en que el precio debía haberse cerrado al principio, y no esperar a una encerrona como esta. Con lo que cortésmente, les decimos a todos que nos vamos con una sonrisa y como quien no quiere la cosa desaparecemos del lugar.

Dejamos atrás el cañón y tomamos de nuevo la ruta costera que es muy dramática, con unos acantilados de vértigo y unas paredes verticales que parece que vayan a tocar el cielo, y nosotros minúsculos en tamaño pero gigantes en el gozo de ver este espectáculo.

Vamos rumbo a Kas, un pueblecito que visitamos hace diecisiete años en nuestra breve ruta por Turquía. En aquellos días el país no estaba ni la mitad desarrollado que ahora, los edificios brotan de la tierra como melones gigantes en cada curva de la carretera, increíble.

A lo lejos en una colina, ya vemos el que era un pueblecito, convertido en una gran urbe ¡Noooo!

Cuando estuvimos en el camping de Estambul, conocimos a Víctor, este chico francés tan majo que compró nuestro libro y con el que hicimos tan buenas migas. De todo su recorrido por Turquía, sólo insistió en que fuéramos a uno, curiosamente una playa donde conocieron a un pescador apodado “Fisherman” que significa eso, pescador pero en inglés. Para ellos el encuentro con este hombre fue algo muy bonito y además la playa donde vive, está en la desembocadura de un riachuelo donde parece ser que entran y salen tortugas marinas en esta época del año para poner los huevos en el lugar que nacieron. Suena bastante idílico ¿verdad? La cuestión es que nos pidió que pasáramos y saludáramos de su parte a este hombre que les ofreció te, les invitó a comer y les mostró a las tortugas desinteresadamente.

Aunque por las explicaciones que nos dio y el lugar que nos marcó en el mapa, no es demasiado obvio, creemos que estamos cerca, como a unos veinte kilómetros. Hemos pensado que sería bonito parar y saludarlo, aunque si bien es cierto, las vivencias que uno tiene en su viaje, nunca son las mismas que la que pueda tener otro viajero, porque tanto las circunstancias como las personas pueden cambiar. Cierto que Víctor nos ha creado muchas expectativas, pero yo intento suavizarlas para no llevarme una desilusión.

Desde la parte alta de la carretera tenemos una vista espectacular de la playa, por lo que decidimos parar a tomar unas fotos. A lo lejos vemos el riachuelo que se introduce con sus meandros surcando los cañizales hacia el mar. Descendemos y conducimos junto a otra rama del río, donde hay varios barcos de buen tamaño que están en reparación y al final del camino, un par de restaurantes con unas terrazas con vistas al mar que casi parece que estén abandonados. Nos acercamos a uno de ellos en busca de información sobre “Fisherman”. El dueño, que habla poco inglés, además de indicarnos que la final de esta enorme playa podemos encontrar a este hombre, nos dice: aquí “limonada”, yo “capitán”, yo “barco” ¡Qué gracioso el hombre! No parece que vengan demasiados turistas por estos territorios lo cual ya nos agrada.

          

 Decidimos abordar la expedición a la playa mañana por la mañana temprano, porque si lo hacemos ahora a cuarenta grados, tal vez no lleguemos nunca, y la arena quema como si fueran ascuas recién sacadas de la lumbre.

Nos instalamos bajo una pinar junto a un lago que hay a la entrada del lugar y con las ruinas de Andriake, una ciudad griega habitada sobre el 82 a.C. a nuestras espaldas, magnífico lugar, si no fuera por toda la basura que hay, con lo que empleamos un buen rato en despejar la zona de la mierda que han dejado los que por aquí han pasado, y poder tener nuestro pequeño paraíso.

               

Por la mañana madrugamos para adentramos en esta solitaria playa de arena oscura y con un azul en el horizonte que parece sacado de una pintura de Sorolla. Caminamos durante veinte minutos hasta que vemos la entrada del río y entre juncos y palmeras una especie de caseta y un hombre sentado mirando al mar en ese infinito jardín.

  • ¿Será Fisherman? –nos preguntamos.
  • No puede ser otro –asentimos.

Por una parte, nos da un poco de reparo ir y plantarnos así en “su casa”, pero ya que estamos aquí. Hacemos un primer contacto saludando desde lo lejos con la mano y él nos lo devuelve, por lo que esto nos da confianza para acercarnos. Además, como hemos aprendido los imprescindibles en turco:

  • ¡Merhaba! (hola) –le decimos.
  • Merhaba –nos responde con una vocecilla mañanera.

Nos presentamos y le explicamos que hemos pasado a saludarle de parte de Chloe y de Victor, pero así de primeras, no parece recordar muy bien, es normal, está recién levantado y esto fue hace meses.

Nos dice que le acompañemos que nos va a preparar un café para Jose y un té para mí, avanzamos y entramos en el que es su hogar hecho a base de tablones, plásticos y objetos posiblemente reciclados.

La cocina al aire libre me deja completamente fascinada, con un fogón natural rodeado de  piedras que soportan unas parrillas sobre la que se apoyan un par de teteras antiguas enormes. Nos acomodamos enfrente en una mesa con unas sillitas también al aire libre y junto a la que hay un saloncito con una estructura de madera cubierto por unas lonas, un sofá hecho con unos pallets y almohadones y una mesa que es un trozo de tronco.

Desde mi sitio, diviso otra cocina que está es una especie de pasillo que la une con el dormitorio que está hecho de una estructura de tablones y cubierto por chapa. Un lugar sin duda curioso.

Fisherman es un hombre de unos setenta años, delgadito, casi diría que está en los huesos porque se le marcan las costillas. La piel de su cara está muy curtida por el sol, los años y todas las vivencias que habrá tenido este personaje que parece que sea de ficción.

       

Nos sirve las bebidas y se acomoda junto a nosotros, toma un enorme cigarro al que le da unas caladas y el aroma a mariguana invade el momento. Nos ofrece, y yo por no hacerle el feo, le doy dos caladas y se lo vuelvo a pasar.

Su cara despierta ternura y nos muestra una bonita sonrisa. Se presenta como Salim aunque todos le llaman “Fisherman”. Nos cuenta que lleva viviendo aquí catorce años y tiene claro que este es el lugar donde es feliz. En ese momento, le veo que cierra los ojos, a ver si le va a dar un yuyu, pienso.

  • ¿Está bien? –le preguntamos.
  • Si, un poco cansado, es que ayer vino una amiga y estuvimos de charla y de jarana hasta las tantas, bebimos mucho raki –nos dice.

¡Ay el pobre, que se nos va a dormir!

No quiero ni pensar que me levanto de resaca y que me encuentro en mi casa a dos extranjeros con ganas de charla.

Seguimos conversando mientras una familia de gatos se pasea por entre nuestros pies acariciándonos las piernas a su paso.

             

  • Oh no, el azúcar no vale –nos dice.
  • ¿Qué le pasa? –preguntamos.
  • Está llena de hormigas.
  • No pasa nada, ¿sabe una cosa? –le digo. En Colombia se comen las hormigas, y cuando estuvimos allí nosotros también las comimos.
  • Jajaja –sonríe Fisherman.
  • En Colombia puede pasar cualquier cosa –afirma.

Después de estas palabras, veo que se le entornan los ojos y da una cabezada.

  • Lo siento chicos pero tengo que ir a dormir, estoy muerto, pero por favor, quedaros aquí y terminar el té tranquilamente.

Terminamos el té y salimos por un sendero de arena cubierto por la vegetación y que hace las veces de camuflaje de este curioso refugio.

Al atravesar la vegetación nos encontramos con un verdadero paraíso; un río de aguas color esmeralda se une al mar. La montaña flanquea una de las orillas y en la otra una arena fina como el azúcar y unas palmeras que van a ser nuestro cobijo.

            

Este río viene de un nacimiento subterráneo y sus aguas son azufradas y saladas ya que se unen al mar. Nos damos un buen baño en estas aguas que están fresquitas y a nuestro lado, se pasean estas tortugas, ¡maravilloso!. Debajo del cocotero deseamos que este momento se congele para siempre.

Al cabo de unas horas aparece Fisherman, todavía con cara de sueño pero un poco más reanimado. Nos invita a que cenemos con él esta noche, y el menú será la pesca de hoy, aunque no veo yo a este hombre con el cuerpo para irse a pescar, con lo que le damos la afirmativa a la invitación y le proponemos traer nosotros la cena. Asiente y vuelve a su refugio.

Nosotros nos batimos en retirada antes de que el sol sea implacable ya que tenemos que atravesar toda la playa y la arena de las dunas puede dejar serias cicatrices en las plantas de nuestros pies europeos.

Pasamos el resto del día en nuestro campamento leyendo, haciendo limpieza y sobre todo deseando volver a ese rinconcito escondido, al hogar de Fisherman.

           

Después de la siesta preparamos un buen taper de ensaladilla rusa que decoramos con la palabra “HOLA”  y una salsa de yogurt para comer con unos nachos, además ponemos en una bolsa también frutos secos y patas fritas, seguro que son cosas que Salim no suele comer y le hará gracia.

Cuando el sol comienza a bajar, nos dirigimos a la orilla de la playa donde aparcamos La Española, justo al abrir la puerta nos encontramos con Swan, uno de los chiquillos franceses que es capaz de divisar nuestra casa a kilómetros, nos tiene enamorados este crio.

  • ¡Hola Swan! –le decimos en francés.
  • ¡Hola! –nos contesta con un tremendo brillo en los ojos de alegría.

Creemos que al también está bastante entusiasmado con nosotros. En seguida aparece una de sus mamás. Parece que vayamos siguiéndonos jajaja.

Mientras estamos en el aparcamiento conversando con las francesas y otro grupo de viajeros que se unen, vemos a Fisherman con una mujer descargando bártulos de un coche y cargando una carretilla.

Nos acercamos a saludarle y le decimos que en un ratito vamos para allá. Él nos pregunta que cuantos somos, jajaja igual ha pensado que nos vamos a llevar a toda la trupe. Le confirmamos que seremos dos y lo veo que suspira como diciendo menos mal.

Cuando terminamos la cháchara con los amiguitos viajeros, llenamos un par de garrafas de agua dulce que le vendrán bien para un par de días, y ponemos rumbo al paraíso.

Nosotros avanzamos lentamente porque el calor todavía no se ha calmado y sobre todo porque Jose el pobre lleva diez kilos de agua. De pronto lo veo que suelta la garrafas sobre la arena y comienza a maldecir.

  • ¡Malditos cabrones!
  • ¿Qué pasa? –le pregunto.
  • Los mosquitos, que me están acribillando.

Yo ya me he acostumbrado a en cuanto anochece, ponerme el repelente, que odio, pero no hay otra manera de sobrevivir, pero Jose no sufre tanto de los ataques y no suele ponerse. Por suerte, lo he echado en la mochila. Después de pulverizarse en permetrina, seguimos camino.

Cuando ya casi estamos llegando, Fisherman se acerca a nosotros y nos dice que hay gente en su casa, que han llegado por sorpresa y por lo que entendemos, que hay alguien entre esa gente que no quiere que estemos con ellos. Puff pues vaya mal rollo, pero no sólo para nosotros, sino para el pobre Salim. Yo no sé qué hacer, me parece una situación un tanto rara, pero Salim nos dice que nos quedemos, que nos va a preparar una mesa separada a unos metros de la otra. Accedemos a quedarnos por no hacerle el feo.

En cuestión de segundos un batallón de mosquitos tigre lanzan toda su artillería contra nosotros, da igual que lleve repelente, este es un escuadrón resistente a cualquier veneno.

  • ¡Darlingggg! me están masacrando.
  • Y a mí, malditos.

Por un momento, pienso: “¿Qué hacemos aquí?” Nos hemos pegado una caminata tremenda, nos están cosiendo los mosquitos, y para colmo, parece que molestemos.

Sacamos de nuevo el repelente y nos ponemos hasta en la cabeza porque estos vampiros no respetan ni el cuero cabelludo. En cuestión de minutos pasa la pesadilla y ya instalados,  abrimos la botella de vino que hemos traído y Salim vuelve a suspirar. Nos cuenta que se le han dejado caer una chica que viene de Estambul a pasar unos días, y para más inri, el otro grupito de conocidos; dos hombres y una mujer que tiene malas pulgas y que no le gustan los extranjeros. Acto seguido se levanta y nos dice que va a cocinar algo.

  • No Salim, que con esto es suficiente.
  • No, no, voy a preparar algo.

En cuestión de veinte minutos, vuelve con un plato que así en la oscuridad tienen una pinta tremenda.

  • ¿Qué es? –le preguntamos.
  • Son algas aliñadas con limón y ajo.

La probamos y están deliciosas, eso sí, me temo que mañana mi hernia de hiato va a lamentar la dosis de cítrico y de ajo que le estoy metiendo.

Fisherman nos cuenta que el sesenta por ciento de su dieta son estas hierbas marinas y el resto pescado, básicamente lo que encuentra, porque no tiene frigorífico donde poder mantener comida. Su estómago se ha acostumbrado y no necesita más.

En la oscuridad vemos una sombra que se acerca, es Aysha, la chica que ha decidido pasar aquí una temporada para salir del stress de Estambul. Hace un par de años descubrió este lugar por casualidad, y conoció a este hombre que es todo bondad. Afirma que pasar aquí unos días, es la mejor terapia que puede tener para sus males, y lo cierto es que no tenemos la menor duda. Al igual que Salim, esta chica desprende un buen rollo increíble.

Mientras, a unos metros, con aroma a barbacoa, y un musiqueo a todo volumen se divierten los tres individuos tomando lingotazos de raky.  Salim, vuelve a disculparse por la situación y cada quince minutos se acerca a conversar con el otro grupo para mantenerlos contentos.

En nuestro rincón, charlamos de nuestro viaje, de la vida, de lo mucho que ha cambiado Turquía y del rumbo que está tomando. De repente el escándalo de los vecinos ha desaparecido, se han ido al rio, tanta gloria lleven como descanso nos dejan.

Una brisa nos acaricia la piel, cuando miramos hacia arriba, el cielo nos muestra un manto de estrellas increíble. Ahora me respondo la pregunta “ ¿que hacemos aquí? ” Disfrutar de una maravillosa velada en el paraíso de Fisherman, sólo había que tener un poco de paciencia.

Después de un par de horas de conversación, decidimos volver. El camino que por el día es un infierno, torna mágico por la noche. La luz de la luna ilumina a duras penas la arena y a nuestro paso decenas de cangrejos corretean escondiéndose de nuestros pies intrusos para ellos, en este momento sentimos que no se puede ser más feliz.

Como ayer trasnochamos, hoy no hemos madrugado, además es domingo, con lo que decidimos pasar el día tranquilamente en nuestro campamento sin hacer demasiado, porque con estos calores, moverse mucho puede ser contraproducente.

Mañana será nuestro últimos día aquí, y hemos decidido volver a visitar a Fisherman para llevarle una batería solar para su Nokia de hace veinte años porque en un momento determinado le puede hacer falta y suele tenerlo descargado. Aprovecharemos también para llevarle más frutos secos, alguna que otra cosa más de comer, y por supuesto, una pegatina de nuestro viaje para que no se olvide de los manchegos.

Amanecemos con ganas además de recorrer en río en kayak por lo que ponemos rumbo de nuevo al paraíso del pescador.

Al llegar vemos que Aysha ha colocado su tienda junto al río debajo del palmeral, sigue durmiendo con lo que no hacemos demasiado ruido para no despertarla. Mientras Jose se tira en la arena, yo voy al puente para ver si veo alguna tortuga, pero al contrario que el otro día, hoy no hay suerte. En ese momento, aparece Fisherman con una de esas grandes teteras de latón que lava con arena de la playa que le hace las veces de detergente. Me mira con una bonita sonrisa.

  • Hoy no hay tortugas –le digo.
  • Sí, sí que hay, pero debes tener paciencia –me responde.

Que sabio es este hombre, y que poca paciencia tenemos los occidentales, confío en que en este viaje vaya desarrollando ese don que la civilización nos usurpa casi sin darnos cuenta.

Cuando vinimos el otro día, apareció un chico que tiene unos cuantos kayaks para alquilar, pero hoy no ha aparecido, y la verdad que no me extraña porque clientes hay pocos.

Hablamos con Salim y nos dice que cojamos uno y ya le pagaremos, y sobre todo que no dejemos de visitar el templo de Apolo que se encuentra al final del recorrido.

Nos adentramos río arriba y en seguida parece que nos haya absorbido este humedal, donde los cañizos y arbustos no paran de golpearnos la cara a nuestro paso. Llega un momento en que no podemos ni remar puesto que apenas cabe la canoa, hasta que por fin se vuelve a ensanchar y en ese momento una tortuga gigante, pasa a nuestro lado.

Conforme vamos ascendiendo el aroma a azufre se va apoderando de nuestra nariz y comenzamos a ver trozos enormes bajo el agua. Hemos perdido totalmente la orientación cuando uno de los canales se ha bifurcado en dos, y llega un momento en que parece haber llegado a su fin.

Descendemos y la vegetación parece absorbernos ¡qué pena haber olvidado el machete! Yo lo primero que hago, es toparme con toda la cara con una telaraña y sus dos respectivas dueñas.

  • ¡Qué asco! – grito mientras me quito los restos de la pegajosa tela.

 Nos sentimos claramente como dos Indianas Jones en busca del templo de Apolo, solos, con el único sonido de esta jungla que en este caso son básicamente chicharras y pájaros. Después de veinte minutos caminando sin rumbo, divisamos a lo lejos unas ruinas. Pero más que un templo, parece una iglesia de siglos posteriores, lo cual le otorga al lugar una dosis de misterio pero no pensamos que hayamos encontrado tal templo.

Cuando ya nos vamos, vemos de nuevo una pared de bloques que se levanta entre los arbustos.

  • ¡Darling, el templo de Apolo! –le digo a Jose totalmente emocionada.

El asoma la cabeza y me dice, pero eso más bien, parece hormigón, jajaja… sea lo que fuese, nos quedaremos con la duda porque no hay manera de acercarse por la densidad de la vegetación.

Volvemos al kayak que por suerte sigue en su sitio, y con la corriente a nuestro favor, y disfrutando del magnífico paisaje. Las tortugas parecen haberse evaporado, posiblemente por nuestra presencia.

Cuando nos acercamos al final del recorrido, divisamos a lo lejos a Fisherman junto al río con un saco al hombro. Nos saluda y nos echa una sonrisa, lo primero que nos pregunta es si hemos visto el templo de Apolo.

  • Claro –le respondemos a dúo.

       ¿Qué otra cosa podíamos responder?

  • ¿Qué llevas ahí? –le pregunto.
  • Son algas que he estado cogiendo esta mañana.
  • Pero aquí llevas para un mes.
  • Es que he cogido también para vosotros.

Que detalle y que bonito conocer gente así, que finalmente es lo que recordaremos de estos viajes, a las personas.

                                         

Volvemos a compartir un té juntos bajo un pino frondoso que nos alivia del calor. Una ligera brisa ayuda a calmar las altas temperaturas, y Fisherman nos cuenta:

  • Quieren venir a rodar un documental aquí sobre mi vida – nos dice.
  • No me extraña, tienes una forma de vida que bien merece el que sea compartido con el resto del mundo –le digo.
  • Ya, pero yo no quiero que el resto del mundo venga aquí.
  • Eso tampoco me extraña Fisherman, tu paraíso se convertiría en un infierno.

Conversamos durante un buen rato hasta que un silencio nos hace a cada uno volver a nuestra rutina. Jose y yo volvemos a La Española y Fisherman vuelve a su paraíso para hervir unas algas para la comida.

Nos despedimos con los ojos empañados y con un fuerte abrazo.

  • ¡Suerte amigos! –nos dice.
  • Suerte Fisherman, nunca te olvidaremos.

Ni tampoco olvidaremos este paraíso escondido en un rincón de Turquía.